DESPIDIENDONOS DE ASIA III

Estándar

Nuevamente con las mochilas en la espalda (a Stitch lo dejamos con Haruna…) regresamos a Kyoto —a sus callejuelas de ensueño y al santuario Fushimi Inari Taisha— interminable y laberíntico, ladera arriba serpenteando entre bosques esqueléticos, desnudos ante el invierno cada vez más frío. Un milagro nos ayudó a salir del laberinto y abandonar al fin los millones de puertas naranjas con los nombres gravados de todas y ¡tooooooodas las familias de Kyoto! Nos perdimos por las calles más iluminadas y modernas del centro de la ciudad sin quitarle ojo a la gente que extremadamente arreglada —casi disfrazada— paseaba tranquilamente por ellas. Bien entrada la noche subimos al autobús que nos llevaría a la capital del país.

Final de trayecto: las seis de la mañana y casi sin dormir. Amablemente el señor conductor encendió cada vez que paraba en un área de servicio —y eso sucedió cada dos horas— todas, absolutamente TODAS las luces de que disponía el vehículo.

Bueno, tuvimos suerte al llegar a la terminal, en menos de treinta minutos salía otro autobús dirección a Kawaguchiko y lo tomamos. Dormimos algo esta vez. A las nueve de la mañana nos sorprendió un pueblecito blanco —recién nevado de esa misma noche. Pintados como una postal, aparecieron el Monte Fuji y los pueblerinos del lugar. Paseamos por las blancas calles acariciados por la tranquilidad y la belleza que se respiraba en el lugar. Nos dejamos seducir por los sabores y los olores —decidimos quedarnos una noche.

Mi primer Onsen: un placer sublime. Con el cuerpo sumergido en las calientes aguas termales y cristalinas, observaba —entreabiertos los ojos— la nieve en la exquisita vegetación de los jardines del lugar. Caía la noche y, envueltos en vapores, se dibujaban árboles y arbustos finamente recortados dando a esos instantes una magia cálida y silenciosa. Completamente sola en ese espacio de contrastes, escuchando susurrar la nieve deshaciéndose y desprendiéndose de las ramas más bajas que ligeras tras perder el peso que las forzaba, regresaban a su lugar. Un espacio sin tiempo para sentirte uno, desnudo, con todo.

A la mañana siguiente regresamos a la pequeña estación de autobuses con el sol brillando en la blanca nieve para visitar al fin, la capital: Tokyo.

Caminamos y caminamos, callejeando por la ciudad: por las modernas calles multitudinarias y por los preciosos parques —de exquisita belleza desierta— sin poder huir del frío salvo al incursionar rápidamente en los mega centros comerciales grandes como ciudades. En todo el día no pude salir de mi asombro ante tantísima gente y sobrecogedor volumen de información en cada metro cuadrado de la ciudad —a lo alto y a lo ancho— ni un espacio libre, la mirada perdida de cartel en cartel sin comprender siquiera su contenido, luchando por encontrar algún signo con significado que nos indicara por dónde seguir. Parece que no existen los límites en esta ciudad, es desbordante. Escaparates repletos de comida, ropa, objetos de toda clase… EXCESO.

Bien entrada la noche picamos el timbre de la que sería nuestra segunda casa de intercambio. Una pareja nos esperaba: Yoshiko y Kaji nos alojaron tres noches en las afueras de la gran ciudad. De nuevo el asombro fue conmovedor al ver que nos hospedaban en su diminuto apartamento, algo más grande que el anterior, pero no estábamos solos… ¡¡otra pareja de viajeros se hospedaba con ellos!! La pareja malaya dormía en su habitación, sí, en la suya. Ellos se acomodaron con futones en el salón comedor y a nosotros nos arreglaron el cambiador, ese espacio-armario separado por una ligera puerta corredera del resto de espacios de la casa también con futones y cojines. Por turnos, nos dimos una ducha antes de acostarnos que nos devolvió el calor y agradecí profundamente.

No estoy segura de si cerré la boca en toda la primera hora de la maravillosa mañana en que amanecimos allí. Yoshiko nos había preparado un desayuno más completo que muchas de nuestras comidas y nos esperaba con una taza de té japonés humeando. ¿Asombroso? ¡INCREÍBLE! Ni en mi casa me despiertan así. Desayunamos todos juntos y conversamos alegremente, sin perder tiempo para contarnos cómo ir y cómo hacer todo aquello que teníamos pensado. Antes de salir nos equiparon con mapas e instrucciones de una precisión escandalosa —además de un mapa de ruta por la ciudad en CASTELLANO. Creo que en ese momento fui consciente de que todavía no había cerrado la boca… jejejeje. Y no quiero olvidar el detalle que tuvieron la noche anterior al recoger nuestra ropa sucia para lavar.

Salimos a la calle —parecíamos otros. Una sonrisa de oreja a oreja se dibujaba feliz en nuestros rostros, la barriga contenta, el humor inmejorable, el cuerpo descansado y un montón de cosas por ver. Visitamos el Museo Ghibli —para los que es la primera vez que escucháis de su existencia, os recomiendo encarecidamente un google con: Studio Ghibli y un visionado de alguna de sus películas de animación—. Creo que visitar ese museo es lo más friki que he hecho nunca jejeje. Al salir nos dirigimos al estadio Ryogoku donde nos dispusimos a ver el antiguo arte del Sumo. Me dejó completamente fascinada. No podía salir de mi asombro observando esos cuerpos enooormes moverse como bailarinas con delantales de seda haciendo todo su ritual en el pequeño círculo. El contacto es mínimo, los combates no duran más de medio minuto —con suerte— pero todo el ritual: las presentaciones, las demostraciones de poder, los gestos de intimidación y el contexto —altos cargos en las primeras filas, en pequeños tatamis, con sus Geishas regalando compañía y conversación. Bello, me pareció un espectáculo hermoso en una dimensión extraña, sutil.

Cenamos con nuestro anfitrión lo que me pareció el mejor nigiri del mundo, además de ser económico y descubrir en mi poco experimentado paladar el placer de comer toro de atún: delicioso se queda corto.

To be continued in the next post…

Tanit Rejat Alemany

Deja un comentario